Dejó una nota a su familia y le mandó un mensaje de WhatsApp a su abuela, que sigue viviendo en Colombia. Aprovechó que su madre había bajado a la tienda y saltó desde el balcón. Dos días de clase fueron suficiente para que esa niña de 10 años sintiese que ya no podía más.Había llegado al colegio de Zaragoza con el curso ya empezado. Su hermano se adaptó rápido, pero ella no. Pronto le pusieron una diana porque venía de fuera y era más alta que el resto de niñas de su edad. Todo empezó con un par de bromas de mal gusto en el recreo, pero poco a poco dieron paso a una campaña de insultos, agresiones y humillaciones. El curso no acabó bien. Y al ver que empezaba otro y todo seguía igual, ella se rindió.

La amalgama de rabia, impotencia y miedo que tienen que digerir ahora los padres de esa niña de 10 años no se la puede imaginar nadie. Su historia pone los pelos de punta a cualquiera con sentido común y, como mínimo, debería activar una alerta en todos. Algo no funcionó. Algo no está funcionando. No podemos dejarlo en que es un caso aislado y pasar página. Es la peor cara de un problema complejísimo de abordar. Docentes y padres lo saben. No solo ellos. En un estudio de la Fundación ANAR, casi el 25 % de los estudiantes admite que en su clase hay al menos un alumno al que le están haciendo bullying.  Y uno de cada cuatro alumnos reconoce que ha participado en un acto de acoso escolar, algunos de ellos incluso sin ser del todo conscientes. Desde primaria. Cada vez más pequeños. Tan crueles como toda la vida, pero con herramientas que convierten el infierno de la escuela en un infierno global.

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